Lo normal es que una noticia o un suceso llamativo te lleve a buscar lecturas sobre las materias con las que está relacionado, pero puede ocurrir al revés. Toda la polémica de los burkinis de este verano a mí me pilló acabándome La pérdida del pudor. El naturismo libertario español (1900-1936) (LaMalatesta Editorial) de Mª Carmen Cubero Izquierdo, historiadora que forma parte del grupo de estudios Historia de la Prisión y las Instituciones Punitivas.
El libro es un trabajo que estudia la importancia de la ideología anarquista en la aparición del naturismo en general y el nudismo en particular en la España de principios del siglo XX y su auge en los años veinte y treinta. Me resultó imposible no contrastar lo que se lee en estas páginas —detenciones, multas, persecución de nudistas y secuestro de sus libros— con las imágenes de la policía francesa en las que daba la impresión, así lo registró la prensa, de que a una mujer la estaban multando por ir a la playa demasiado vestida.
En la España de entonces la situación era bien distinta. Este libro recoge que la prensa hablaba de los nudistas en términos de «salvajes» y «primitivistas». El conspicuo Ortega y Gasset tachó esta actividad como una actitud «infantil», entre las risas de los presentes a una de sus conferencia. Gran parte de la prensa se echó encima de los que se desvestían. Y aunque ABC, por ejemplo, se llenó de artículos en contra, mofándose y criticando a partes iguales a la gente que hacía excursiones para quitarse la ropa, o se bañaba así en ríos o en el mar, también publicó algún texto muy valioso a favor de los nudistas, como un extenso artículo de Adolfo Marsillach y Costa en 1931 que venía a sostener todo lo contrario de lo que esgrimían los sectores más pudorosos y conservadores de la sociedad de entonces.
El periodista hizo una defensa que incluso a día de hoy no es frecuente leer o escuchar. Dijo que la «inquietud sexual» era la enfermedad del alma moderna y que no había otra forma de acabar con ella que no fuese el propio desnudismo. «El desnudo absoluto es casto», afirmó. Y puso ejemplos: «Hasta ahora no se ha registrado entre los desnudistas catalanes el más leve caso de impureza. No ha habido que lamentar la menor transgresión de los preceptos morales establecidos (…) no hay nada más inocente que sus juegos. Bailan la sardana y danzas rítmicas, juegan a la comba y a las cuatro esquinas».
La autora de este libro, Cubero, a continuación también cita otros artículos que se hicieron eco del de Marsillach y su punto de vista. Uno de ellos iba más allá: «El vestido es la causa, el origen de la inquietud sexual, hoy aguda enfermedad del alma. Con el vestido, el individuo toma para sí lo que no es suyo, imagina, fantasea, dibuja, siempre fuera de la realidad».
Pero estaba muy lejos de la intención de los poderes fácticos combatir la neurosis sexual que tanto y tan hipócritamente les molestaba si no era con tácticas medievales. Hasta el papa se pronunció sobre la oleada de nudismo que apareció en la España de los años treinta: «La vida pagana de hoy ataca a todos los actos habituales de nuestra actividad: los placeres, los divertimentos e impudicia superan, en mucho, a los de la antigüedad pagana: pues se rinde culto al desnudismo». Advertencias que no cayeron en saco roto; la autora, para ilustrar las reacciones, recoge un caso en el que unas alumnas de Barcelona denunciaron a su profesor de gimnasia, que era naturista, por proponerlas hacer gimnasia nada menos que en mallas.
Estos movimientos que habían puesto en estado de histeria a los sectores conservadores de la sociedad venían originalmente de Alemania, cuenta la obra. Durante el siglo XIX, con la revolución industrial, fueron surgiendo tendencias higienistas que pretendían «regenerar» a la especie humana, la cual entendían que estaba amenazada por el avance de la industrialización.
La vida moderna era «artificial». No solo por la industria, también por el auge de las tabernas y vicios como el café, el alcohol y el tabaco. Ellos proponían dietas vegetarianas, baños de sol al aire libre y alejarse de las ciudades, madres de la degeneración, y sus antros oscuros llenos de humo.
Aunque hubo socialistas alemanes que pusieron en práctica estas ideas, los higienistas fueron derivando hacia las ideas extremistas. Huir de la ciudad pasó a ser un ejercicio de admiración del campo, el bosque y las montañas ¡la patria! Y detrás llegó el culto a los cuerpos perfectos, esculturales, de proporciones basadas en el ideal grecolatino… Los hijos de la sagrada nación. Estos naturistas se fueron politizando, llegaron al extremo de exaltar la sangre alemana y cayeron en el nacionalismo, primero, y en la paradoja, después, ya que sus prácticas fueron terminantemente prohibidas por los nacionalsocialistas en cuanto tomaron el poder en 1933. No obstante, habían convertido el naturismo en una expresión ultraderechista.
En España, sin embargo, esto no fue así. Los viejos ideales decimonónicos naturistas fueron recogidos por la izquierda y muy en particular por el discurso cultural del anarquismo, explica la historiadora. Aquellos españoles no se desnudaban por la patria, sino por la emancipación. La desnudez simbolizaba la liberación del cuerpo y el rechazo a «un sistema de valores obsoleto e hipócrita». Se despreciaba la vida urbana de hacinamiento e insalubridad. En un artículo citado de Federica Montseny, la cenetista se quejaba de las condiciones de vida urbanas: «Vamos huyendo del sol para hundirnos en la electricidad».
La fecha de llegada «oficial» del naturismo a España fue la fundación en Madrid de la Sociedad Vegetariana Española en 1903 y en 1915 apareció en Valencia la revista Helios, que comenzó a difundir todas estas ideas. Hubo episodios aislados desde entonces relacionados con estas nuevas teorías, pero no fue hasta los años veinte que estalló el fenómeno por una razón muy sencilla: simplemente, se pusieron de moda.
in embargo, una de sus actividades, el excursionismo, sirvió a los grupos políticos para confraternizar y, también, durante el régimen de Primo de Rivera, para preparar acciones de protesta y ocultarse. Con todo, la CNT y las Juventudes Libertarias fueron las que más impulsaron el fenómeno.
No sin debates y polémica. Tal y como relata la autora, para sectores anarquistas antes que preocuparse por este tipo de actividades alternativas o contraculturale, había que realizar la revolución social y económica. Para otros, esa revolución no llegaría sin la liberación naturista. Hubo quejas del cariz que tomaban los acontecimientos cuando el naturismo, a juicio de algunos anarquistas, no era más que un pretexto para que un hombre estableciera e impusiera nuevas leyes creadas por él, por muy alternativas que fueran. Y cualquier deriva mística, las doctrinas espiritistas, o culto a la madre naturaleza también sufrieron enmiendas a la totalidad. No podía haber ningún tipo de deísmo, aunque estuviese dedicado al entorno, «un hombre que creía en un dios, fuera este el que fuese, no podía ser libre», explica Cubero. Y, por supuesto, también se cargaron las tintas contra todos los pseudodoctores que fueron proliferando que se servían de estas teorías para vender productos dietéticos o vegetarianos. Para mercantilizar el naturismo al fin y al cabo.
Las citas de los intercambios dialécticos en la prensa anarquista son de traca. Se quejó el articulista Julio Enrique de que sus compañeros se burlaban de sus ideas, y escribió: «Nosotros, los naturistas anarquistas, no queremos hacer la revolución con repollos y otras hortalizas como algunos camaradas nos echan en cara (…) la revolución no se hará comiendo alcachofas, pero tampoco bebiendo alcohol».
Con la llegada de la II República creció el fenómeno aún más y su eco en al prensa. Especialmente en el periodo radical cedista las autoridades se cebaron contra el nudismo. Hubo secuestros de publicaciones, encarcelamientos y multas. Una represión que no solo la ejercía el Gobierno y las autoridades, sino también grupos de fascistas. Pero en esta época el debate ya no solo se trataba de la liberación simbólica del cuerpo. También entraban en liza la liberación sexual y el amor libre. Explica la autora:
Los defensores de la liberación sexual y el amor libre denunciaban esa hipocresía manifiesta que existía dentro de una sociedad fuertemente arraigada a las costumbres católicas que reprimían el cuerpo y todos sus impulsos, así como también se criticaba insistentemente la doble moral y los prejuicios que aún permanecían cegando a los seres humanos, impidiéndoles emanciparse y rodeando el cuerpo y el sexo de un halo de obsesión casi neurótica.
Hubo anarquistas franceses, como Jean Grave, que vieron en estas teorías un espíritu «burgués, impropio y sucio». En Francia la oleada naturista tampoco se instaló en la sociedad sin conflicto. Cubero cita casos de nudistas tratados a latigazos en plena playa. Pero en general, para los anarquistas españoles fue un ejercicio de afirmación, de liberación, puesto que la ropa para ellos no era más que otro «marcador clasista». Entendían desnudarse como una muestra de sinceridad y forma de relacionarse con la naturaleza más estrecha y auténtica. Nunca vieron que el cuerpo desnudo pudiese ser una fuente de deseo sexual o lujuria, puesto que entendían que el contenido sexual del cuerpo venía dado por una tradición cultural con la que precisamente querían romper.
El drama, para Mª Carmen Cubero Izquierdo, es que si entras en conflicto con las bases de tu propia cultura te arriesgas más que si te limitas a incumplir alguna ley de tu sociedad. Los principios morales y culturales aportan seguridad a la gente y cuestionándolos la sumerges en la incertidumbre y el miedo. Pero concluye: «Las ideas que deja la contracultura dejan un poso de los que se apropian las generaciones venideras».
Así ha sido y así fue incluso en su momento. Si bien todos los españoles no se sumaron en tropel a la nueva moda, sí lo hicieron al «semidesnudismo». Las playas de aquellos años empezaron a llenarse de maillots. La prensa dio cuenta de cómo se multiplicaron de un año a otro y admitieron que ya nada podía hacerse para dar marcha atrás. Un texto en el suplemento del ABC, Blanco y Negro, en su sección «La mujer y la casa» apartado «Las charlas del salón de te», ya era un grito de impotencia desesperado. El autor llegaba a preguntarse qué sería de costureras, modistos y fabricantes de tejidos si la fiebre por llevar menos ropa en la playa o en la montaña seguía creciendo. El remate del texto no tenía precio, decía: «¿Se ríe usted?».
Lo que ocurrió después de 1939 ya lo tratamos aquí en su día en la serie «El sexo en el franquismo» y la nueva relación que se estableció con el cuerpo humano bien la pueden resumir estas palabras de Francisco Umbral: «Nos enseñaron a odiar el propio cuerpo, a temerlo, a ver en su desnudez rojeces de Satanás, repeluznos de Luzbel, frondosidades infernales. Odiábamos nuestro cuerpo, le temíamos, era el enemigo, pero vivíamos con él, dentro de él, y sentíamos que eso no podía ser así, que la batalla del día y de la noche contra nuestra propia carne era una batalla en sueños, porque ¿de dónde tomar fuerzas contra la carne si no de la propia carne? Había un enemigo que vencer, el demonio, pero el demonio era uno mismo».
Álvaro Corazón