“En alguna parte Morelli procuraba
justificar sus incoherencias narrativas, sosteniendo que la vida de los otros,
tal como nos llega en la llamada realidad, no es cine sino fotografía”
Rayuela, Julio Cortázar
El universo ya no
será nunca más mecánico, la filosofía ya no mira la realidad sino
que analiza el discurso que le da forma, y las hartes, en otro
reflejo de este cambio de paradigma, han desplazado la mirada hacia
lo fragmentario, hacia lo residual. De premisas similares y de la
literatura que ha dado forma a la nueva manera de interpretar el
mundo se alimenta Navidad y Matanza, novela de Carlos Labbé, un
joven escritor chileno que camina por donde antes lo hicieron autores
como los integrantes del grupo
OuLipo, Philip K. Dick, Cortázar o, en los últimos años, Bolaño,
por citar a algunos. De ellos (y de otros muchos que supongo en otras
bibliotecas diferentes de la mía) Labbé hereda una mirada que asume
la imposibilidad de abarcar la realidad en su totalidad. Lo Habsoluto
es por definición lo perfecto, lo que ya no admite ningún cambio,
la forma última, el movimiento cero. Si tuviéramos que dibujar lo
Habsoluto seguramente dibujaríamos un ojo dentro de un triángulo. Mal asunto.
Frente a esa mirada inmovilista que fija y da esplendor a una visión
determinada, que elimina la potencialidad en su interpretación de la
realidad y que, por decirlo de alguna manera, cree agotado el puzzle
una vez está montado tal y como esperaba de antemano que estuviera,
hay otra(s) que entiende(n) que esa forma esperada de antemano es
simplemente un fragmento fijado arbitrariamente, una forma más
dentro del transcurrir del puzzle por su potencialidad a la hora de unir las piezas de
las que se compone: algo a medio camino entre una parábola zen y el
Principio de Indeterminación (que vaya uno a saber si no es una
representación numérica de lo primero). Puede incluso que haya
figuras que no necesiten todas las piezas para ser y otras de las que
sólo podamos formar sus ruinas, figuras que dejen huecos ‘por
donde el ojo sensible ve colarse la luz’. El observador, de manera
arbitraria, decide qué puzzle es el verdadero, y cuando el
observador es consciente de su arbitrariedad no puede ya desechar las
formas restantes. El puzzle es entendible también como juego y Labbé
no reniega de su parte lúdica, como no lo hicieron ni Cortázar ni
Queneau ni Perec ni los dadaístas, presentando una novela que tiene
entre sus méritos el seguir ese camino, que propone una estética de
lo fragmentario que consigue poner en duda la validez de cualquier conjunto.
En la novela hay personajes desaparecidos y otros que desaparecen,
hay una convención de una sociedad de pijorrufianes, hay una droga
que sirve para provocar el odio, hay una playa arrasada a mordiscos,
hay siete personas que forman parte de un experimento, hay personajes
que son la reconstrucción de su historia que hacen los demás, hay
situaciones a las que se vuelve compulsivamente. La novela se compone
de 100 capítulos: faltan unos setenta. Setenta capítulos que
podrían explicar algunas cosas o dejar apuntadas otras, que podrían
ser relevantes o puramente anecdóticos o simplemente estar en
blanco.
En algún lugar del libro (puede que en alguno de los capítulos que faltan) se habla de la importancia del silencio en la música, de la ausencia de sonido como un recurso sonoro más, como una manera -¿quizá la única?- de apuntar a según qué direcciones, la llave de una puerta que se abre a lo remoto, lo que nunca podrá caber en una partitura, lo que no puede o debe ser dicho y que sin embargo acecha desde lo oscuro, el eco de lo que aún no tiene nombre, el límite con el que se topó Wittgenstein en el punto 7 del Tractatus y que intuyó O. Lamborghini cuando escribió aquello de ‘quien no se aburre, rebuzna’. El silencio en la música, el trozo de lienzo sin pintar en un cuadro (un amigo mío dice que es justo por ahí por donde los cuadros respiran), lo que no se nombra en literatura, son diferentes manifestaciones de una renuncia: no podemos abarcarlo todo, la imagen de una supuesta totalidad abarcable (una aprehensión de la realidad como algo objetivo) es una zanahoria que perseguimos en vano. Renunciar a la totalidad es un acto valiente que entraña riesgos. Aceptar lo inabarcable, si tal cosa es posible, puede ser un desgarro que crezca hasta acabar engulléndolo todo y por esa paradoja que es un precipicio y una promesa de razones y revelaciones sorprendentes se precipitan a veces los poetas. Vila-Matas, en Bartleby & cía (por cierto que ese libro es un conjunto de notas a pie de página de un texto que no conocemos, el ojo del agujero negro por donde se cuelan los Autores del No), da bastantes ejemplos de ello y Susan Sontag, en “La estética del silencio” (Estudios Radicales), analiza las motivaciones e implicaciones de esa tendencia, las particularidades que hacen del silencio un atractor tan poderoso en la sociedad moderna, la renuncia como meta, como única manera de desafiar la persecución, lo absoluto. El arte es una estupidez, decía Jacques Vaché, surrealista que acabó suicidándose. Lo real es un fraude, parecen decir los narradores de Navidad y Matanza: “que no existen los objetos, querida Sábado, sólo las palabras que construyen y caen, construyen y caen”. Y es que si uno lo piensa bien, ni siquiera el silencio existe.
En algún lugar del libro (puede que en alguno de los capítulos que faltan) se habla de la importancia del silencio en la música, de la ausencia de sonido como un recurso sonoro más, como una manera -¿quizá la única?- de apuntar a según qué direcciones, la llave de una puerta que se abre a lo remoto, lo que nunca podrá caber en una partitura, lo que no puede o debe ser dicho y que sin embargo acecha desde lo oscuro, el eco de lo que aún no tiene nombre, el límite con el que se topó Wittgenstein en el punto 7 del Tractatus y que intuyó O. Lamborghini cuando escribió aquello de ‘quien no se aburre, rebuzna’. El silencio en la música, el trozo de lienzo sin pintar en un cuadro (un amigo mío dice que es justo por ahí por donde los cuadros respiran), lo que no se nombra en literatura, son diferentes manifestaciones de una renuncia: no podemos abarcarlo todo, la imagen de una supuesta totalidad abarcable (una aprehensión de la realidad como algo objetivo) es una zanahoria que perseguimos en vano. Renunciar a la totalidad es un acto valiente que entraña riesgos. Aceptar lo inabarcable, si tal cosa es posible, puede ser un desgarro que crezca hasta acabar engulléndolo todo y por esa paradoja que es un precipicio y una promesa de razones y revelaciones sorprendentes se precipitan a veces los poetas. Vila-Matas, en Bartleby & cía (por cierto que ese libro es un conjunto de notas a pie de página de un texto que no conocemos, el ojo del agujero negro por donde se cuelan los Autores del No), da bastantes ejemplos de ello y Susan Sontag, en “La estética del silencio” (Estudios Radicales), analiza las motivaciones e implicaciones de esa tendencia, las particularidades que hacen del silencio un atractor tan poderoso en la sociedad moderna, la renuncia como meta, como única manera de desafiar la persecución, lo absoluto. El arte es una estupidez, decía Jacques Vaché, surrealista que acabó suicidándose. Lo real es un fraude, parecen decir los narradores de Navidad y Matanza: “que no existen los objetos, querida Sábado, sólo las palabras que construyen y caen, construyen y caen”. Y es que si uno lo piensa bien, ni siquiera el silencio existe.
*Navidad y Matanza está publicado
por la editorial Periférica.
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