Vivimos un tiempo en que el espantoso incremento del
paro lleva a la izquierda, en particular a la más servil hoy hacia el
empresariado, IU, Anguita y sus dependientes, a magnificar más allá de toda
medida el trabajo asalariado, presentado como una bendición.
Claro que en el pasado, cuando había más o menos
pleno empleo, sucedía lo mismo. El capitalismo era explotador si pagaba
salarios bajos pero era excelente si entregaba un buen mazo de billetes al
explotado: tal es la lógica de casi todo el “anticapitalismo” en circulación,
cuya única ideología es el dinero y el consumo. Viven para el consumo y se
movilizan sólo por más consumo. Esa es su razón de ser.
Sus “luchas”, cada vez más ridículas por canijas y
patéticas, se encaminan a lograr maximizar el precio de la mano de obra.
Quienes las llevan son buenos burgueses que se saben propietarios de una
mercancía, su fuerza de trabajo, y desean venderla en las mejores condiciones
posibles en el mercado laboral. Para ocultar tan miserable condición, la de
afanosos mercaderes de sí mismos y sí mismas, tienden a usar palabritas
pretendidamente terribles, como “anticapitalismo”, “movilizaciones” y otras
similares.
En estas gentes sólo el dinero cuenta. No tienen
auto-respeto, carecen de dignidad, ni siquiera entiende lo que es una vida
libre y autodeterminada. Si hay dinero de por medio, si el empresario paga
bien, éste es el mejor de los mundo, si paga mal, entonces amenazan con no se
sabe bien qué apocalipsis, ellos que no tienen ya ánimos ni para matar una
mosca.
Las luchas salariales, cuando están fuera de una
estrategia revolucionaria y, además, se convierten en la tarea principal, o
incluso única, son reaccionarias. Refuerzan el mundo de lo mercantil,
magnifican el dinero y dinamizan al capitalismo, al estimularle a elevarse a
formas más eficientes de explotación de la mano de obra, con uso de sistemas
tecnológicos crecientemente perfeccionados y, por ello más y más letales para
la esencia concreta humana y la condición obrera.
Las reivindicaciones salariales ajenas del contexto
de una estrategia revolucionaria son, por tanto, una forma como otra cualquiera
de competencia capitalista, similar a las que libran los empresarios entre sí.
No tienen nada de anticapitalista sin comillas, pues a través de ellas el
capitalismo se perfecciona paso a paso. En ellas no está “la revolución social”
sino la más ramplona y grosera reacción.
Hemos dicho “estrategia revolucionaria” y, ¿cuál
puede ser ésta? Pues precisamente poner fin al salariado para realizar el
trabajo libre, terminar con la auto-venta de la mano de obra, hacer que la
libertad civil impere en la unidad productiva, derrocar la tiranía horrorosa
del empleador, del empresario y sus sayones, en el centro de trabajo, fábrica u
oficina, para convertirlo en un espacio de concordia y hermandad, al no haber
más que trabajadoras y trabajadores libremente asociados, una vez expropiados
los explotadores.
La meta no son los altos salarios, no es el consumo,
no es venderse por más dinero. Es vivir con libertad, dominando la totalidad de
las condiciones de la propia existencia, las del acto productivo, laboral,
creados de las condiciones materiales de la existencia, en primer lugar.
El trabajo asalariado, sobre todo el que está mejor
pagado, es un atentado a la esencia concreta humana, o dicho más llanamente: no
se puede ser persona en todo el sentido grande y magnífico que tiene esa
palabra si se padece el régimen salarial.
Éste, en el asalariado y en la asalariada, destruye
la inteligencia, tritura el sentido moral, anula las facultades relacionales,
devasta la sensibilidad, refuerza hasta límites pasmosos el egoísmo, aniquila el
libre albedrio y arrasa el sentido de la propia dignidad. Convierte a la persona
en un bruto, en una devastada criatura que obedece órdenes ilegítimas, que
soporta humillaciones sin cuento, que ha de hacer delegación de todo lo que
tiene de mejor en unos sujetos feroces y zafios, los jefes y jefecillos, que
someten a la gente asalariada a sus demasías, chulerías, atrocidades,
incompetencias, sadismos y vandalismos.
Hay pues que hacer la revolución social-integral poniendo
fin al trabajo asalariado.
Pero, ¿quién preconiza hoy el fin del trabajo
asalariado, la liberación de esa maldición, de ese horror, de esa pesadilla?
Pues casi nadie. Nuestra patética “radicalidad”, socialdemócrata a la manera de
Chomsky, está perpetuamente concentrada en “luchas” por más dinero, ahora
contra los recortes, ayer por mayores salarios, nunca por liquidar de una vez y
para siempre el trabajo a cambio de un salario.
El libro que mejor, quizá, denuncia la perfidia
ilimitada del régimen salarial es “Trabajo
y capital monopolista. La degradación del trabajo en el siglo XX”, de Harry
Braverman. Demuestra con testimonios tan dramáticos como irrefutables que el
capitalismo es incompatible con lo humano, en particular el capitalismo que se
sirve de la tecnología a gran escala y que organiza “científicamente” la
producción. De tales “maravillas” salen seres subhumanos, desventuradas
criaturas que en el acto productivo, impuesto y forzado, pierden lo que tienen
de más magnifico, su condición de seres humanos.
Braverman nos viene a decir que no hay sociedad
humana, ni sociedad ética, ni sociedad a secas sin liquidar el régimen
salarial, y que éste es tanto más atroz e intolerable cuanto más altos salarios
paga…
Sin poner fin al salariado es imposible regenera la
sociedad y rehumanizar al individuo. El eticismo, o el culturalismo, y también
el politicismo, de algunas autores yerran por cuanto hay un problema estructural
previo y básico, la adquisición de la libertad civil en el acto de trabajar, la
realización de la producción a través de los procedimientos de la autogestión,
con el trabajo libre asociado.
Otro libro magnífico en la denuncia es “La condición obrera” de Simone Weil.
Llega exactamente a las mismas condiciones que Braverman. Es escandaloso que
mientras Simone explica que la producción fabril asalariada y maquinizada tiene
como meta destruir al ser humano, el feminismo machista defienda que esa misma
producción, que aquella mujer maravillosa y modélica presenta como el infierno
realizado, sea excelente para “liberar” a las mujeres…
Ahí nos topamos de nuevo con lo que es el feminismo,
un modo de destruir a las mujeres en beneficio de la clase capitalista, que
está entusiasmada con esa apología del capital. Como dice una querida amiga,
mientras los hombres sólo están obligados a sufrir y soportar el régimen
salarial a las mujeres se las obliga (lo hace el feminismo) además a venerarlo
y amarlo, devastándolas por partida doble… Ahora se entiende por qué aquél es
promovido, hiper-financiado, por la gran empresa capitalista.
Tenemos que poner fin a la grosera mentalidad
socialdemócrata que llama “anticapitalismo” a exigir más altos salarios, más
dinero, más consumo, más deshumanización por tanto, para crear un gran
movimiento de denuncia del salariado en sí y por sí, especialmente del que
sufren y padecen las mujeres trabajadoras, para abrir camina a una lucha por
una sociedad en que las personas sean lo que parecen, a saber, seres humanos.
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