domingo, 15 de abril de 2012

Navidad y matanza


“En alguna parte Morelli procuraba justificar sus incoherencias narrativas, sosteniendo que la vida de los otros, tal como nos llega en la llamada realidad, no es cine sino fotografía”

Rayuela, Julio Cortázar

El universo ya no será nunca más mecánico, la filosofía ya no mira la realidad sino que analiza el discurso que le da forma, y las hartes, en otro reflejo de este cambio de paradigma, han desplazado la mirada hacia lo fragmentario, hacia lo residual. De premisas similares y de la literatura que ha dado forma a la nueva manera de interpretar el mundo se alimenta Navidad y Matanza, novela de Carlos Labbé, un joven escritor chileno que camina por donde antes lo hicieron autores como los integrantes del grupo OuLipo, Philip K. Dick, Cortázar o, en los últimos años, Bolaño, por citar a algunos. De ellos (y de otros muchos que supongo en otras bibliotecas diferentes de la mía) Labbé hereda una mirada que asume la imposibilidad de abarcar la realidad en su totalidad. Lo Habsoluto es por definición lo perfecto, lo que ya no admite ningún cambio, la forma última, el movimiento cero. Si tuviéramos que dibujar lo Habsoluto seguramente dibujaríamos un ojo dentro de un triángulo. Mal asunto. Frente a esa mirada inmovilista que fija y da esplendor a una visión determinada, que elimina la potencialidad en su interpretación de la realidad y que, por decirlo de alguna manera, cree agotado el puzzle una vez está montado tal y como esperaba de antemano que estuviera, hay otra(s) que entiende(n) que esa forma esperada de antemano es simplemente un fragmento fijado arbitrariamente, una forma más dentro del transcurrir del puzzle por su potencialidad a la hora de unir las piezas de las que se compone: algo a medio camino entre una parábola zen y el Principio de Indeterminación (que vaya uno a saber si no es una representación numérica de lo primero). Puede incluso que haya figuras que no necesiten todas las piezas para ser y otras de las que sólo podamos formar sus ruinas, figuras que dejen huecos ‘por donde el ojo sensible ve colarse la luz’. El observador, de manera arbitraria, decide qué puzzle es el verdadero, y cuando el observador es consciente de su arbitrariedad no puede ya desechar las formas restantes. El puzzle es entendible también como juego y Labbé no reniega de su parte lúdica, como no lo hicieron ni Cortázar ni Queneau ni Perec ni los dadaístas, presentando una novela que tiene entre sus méritos el seguir ese camino, que propone una estética de lo fragmentario que consigue poner en duda la validez de cualquier conjunto. En la novela hay personajes desaparecidos y otros que desaparecen, hay una convención de una sociedad de pijorrufianes, hay una droga que sirve para provocar el odio, hay una playa arrasada a mordiscos, hay siete personas que forman parte de un experimento, hay personajes que son la reconstrucción de su historia que hacen los demás, hay situaciones a las que se vuelve compulsivamente. La novela se compone de 100 capítulos: faltan unos setenta. Setenta capítulos que podrían explicar algunas cosas o dejar apuntadas otras, que podrían ser relevantes o puramente anecdóticos o simplemente estar en blanco.

En algún lugar del libro (puede que en alguno de los capítulos que faltan) se habla de la importancia del silencio en la música, de la ausencia de sonido como un recurso sonoro más, como una manera -¿quizá la única?- de apuntar a según qué direcciones, la llave de una puerta que se abre a lo remoto, lo que nunca podrá caber en una partitura, lo que no puede o debe ser dicho y que sin embargo acecha desde lo oscuro, el eco de lo que aún no tiene nombre, el límite con el que se topó Wittgenstein en el punto 7 del Tractatus y que intuyó O. Lamborghini cuando escribió aquello de ‘quien no se aburre, rebuzna’. El silencio en la música, el trozo de lienzo sin pintar en un cuadro (un amigo mío dice que es justo por ahí por donde los cuadros respiran), lo que no se nombra en literatura, son diferentes manifestaciones de una renuncia: no podemos abarcarlo todo, la imagen de una supuesta totalidad abarcable (una aprehensión de la realidad como algo objetivo) es una zanahoria que perseguimos en vano. Renunciar a la totalidad es un acto valiente que entraña riesgos. Aceptar lo inabarcable, si tal cosa es posible, puede ser un desgarro que crezca hasta acabar engulléndolo todo y por esa paradoja que es un precipicio y una promesa de razones y revelaciones sorprendentes se precipitan a veces los poetas. Vila-Matas, en Bartleby & cía (por cierto que ese libro es un conjunto de notas a pie de página de un texto que no conocemos, el ojo del agujero negro por donde se cuelan los Autores del No), da bastantes ejemplos de ello y Susan Sontag, en “La estética del silencio” (Estudios Radicales), analiza las motivaciones e implicaciones de esa tendencia, las particularidades que hacen del silencio un atractor tan poderoso en la sociedad moderna, la renuncia como meta, como única manera de desafiar la persecución, lo absoluto. El arte es una estupidez, decía Jacques Vaché, surrealista que acabó suicidándose. Lo real es un fraude, parecen decir los narradores de Navidad y Matanza: “que no existen los objetos, querida Sábado, sólo las palabras que construyen y caen, construyen y caen”. Y es que si uno lo piensa bien, ni siquiera el silencio existe.

*Navidad y Matanza está publicado por la editorial Periférica

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